Son las 15 horas. Empieza un fin de semana clave para el transporte de pasajeros a través del sistema aeroportuario español. Los pasajeros se amontonan masivamente en todas las terminales del país. Hay quienes pretenden saltar de una ciudad a otra, hay quienes viajan a Europa pero hay quienes están a punto de iniciar un viaje por las antípodas. En eso, cae el sistema informático de Enaire que permite el control aéreo del Mediterráneo español, de una de las zonas más importantes en tráfico aéreo. Así que hay que poner todos los aviones en tierra porque los controladores no disponen de los recursos técnicos para garantizar la seguridad, en un resumen de cómo Europa castiga a las aerolíneas que recoge esta sección Fin de semana de análisis en REPORTUR.
Cuatro horas después, tras esfuerzos intensos, y cuando ya se había organizado un colosal atasco en el espacio aéreo europeo, todo se normaliza. Sin embargo, como las compañías aéreas no tienen los aviones en donde toca, llevará tiempo arreglar el desaguisado. Yo tenía un vuelo con Lufthansa a Japón. El avión a Alemania, que tenía que haber aterrizado a las 15 llegó a las 19 y, lógicamente, perdí todas las conexiones. A las 21, cuando finalmente aterrizé en Munich, con cargo a su cuenta de resultados, Lufthansa tenía habilitadas una docena de puestos de trabajo en los que se reorganizaron los viajes del casi centenar de pasajeros que enlazaban a otros destinos.
Un montón de azafatas de tierra nos dirigieron a los taxis, pagados por la aerolínea, que nos dejaron en hoteles que, naturalmente, iban a cuenta de la compañía. A la mañana siguiente, por supuesto, ellos también se encargaron de recogernos. En mi caso, me pusieron en un avión a Frankfurt, sin coste adicional alguno, para desde allí volar a mi destino.
Centenares de pasajeros, alojamientos de hotel, traslados, etcétera, todo a costa de una aerolínea que no tiene ninguna responsabilidad en lo que ha ocurrido con el sistema informático de Enaire.
Fin de semana de la Inmaculada. Miles de españoles pasan varios días por toda Europa, aprovechando el macro puente que tuvimos este año y que se diferencia bien poco del que tendremos el año que viene y el siguiente, tan repetidos como los anuncios gubernamentales de que estos puentes no se pueden mantener.
El domingo, cuando la casi totalidad de los pasajeros van a emprender el viaje de regreso a casa, una tremenda nevada cruza Europa y obliga a cerrar decenas de aeropuertos, dejando a los pasajeros en tierra. Sólo KLM, la aerolínea holandesa, tuvo 300 cancelaciones en ese día. En Alemania ocurrió lo mismo. En Stansted y sólo en Stansted, también. Las compañías aéreas, según la legislación europea, tienen que pagar los hoteles y los traslados de los viajeros que han quedado en tierra, sin que, por supuesto, tengan responsabilidad alguna en la nevada. Da igual que los pasajeros hayamos pagado 30 euros por el vuelo o que sean clientes de 1.000 euros. La compañía, dice la legislación, es la responsable y lo ha de asumir con cargo a su cuenta de resultados.
Más sangrante: desde 2010 a 2015, los controladores aéreos europeos llevaron a cabo 95 huelgas, con una duración de 176 días de paro y 223 días de alteraciones del normal flujo aéreo. Nada de lo que las aerolíneas tengan responsabilidad ni capacidad para controlar. Ellas se limitan a pagar por un servicio, el del control aéreo, que durante 223 días no se prestó de la forma en que estaba convenido.
Sin embargo, en cada una de estas jornadas, las aerolíneas han tenido que asumir con cargo a su cuenta de resultado los costes de realojar a los viajeros, de volar con sus aviones vacíos si es el caso, o de pagar a unos tripulantes que no pueden trabajar. Esos costes son manejables en algunas situaciones, pero en verano, en muchos aeropuertos españoles en los que los hoteles están llenos, cuando las cancelaciones son masivas, ¿cómo se puede asegurar que se coloca a los viajeros en un hotel?
Este tipo de situaciones, en las que las aerolíneas son las paganas de todos los males de la aviación, se derivan del reglamento europeo que determina quién asume los costes de las alteraciones de la operatividad aérea. Según el reglamento de las instituciones europeas, las compañías han de hacerse cargo de estos costes, al margen de quien sea el responsable de lo que sucede, indistintamente de quién ha sido descuidado o negligente para provocar este efecto.
Por supuesto, si la compañía comete un error, en el sentido de no tener el avión o la tripulación en su lugar, o si tiene una avería, también las consecuencias van a su cargo, en este caso, como es lógico. También cuando un volcán islandés paralizó los vuelos en Europa, también entonces ellas han de pagar. Siempre, según ha decidido Europa, la aerolínea da la cara. O pone el dinero.
Esta es la situación de la legalidad en Europa. En otros continentes esto no es tan claro simplemente porque quien paga las consecuencias es directamente el pasajero, lo cual es aún peor porque genera incertidumbre y diversifica el objeto de ataque. Pero en Europa, las instituciones han resuelto el problema concentrando toda la relación económica en las aerolíneas.
Observemos que la asociación que agrupa a las grandes aerolíneas europeas, A4E, que pretende influir en Bruselas para cambiar el estado de las cosas, estima en casi 2.000 millones de euros las pérdidas anuales que generan sólo las huelgas de controladores, tan frecuentes en Europa, muy especialmente en Francia.
Esas pérdidas se dividen en tres capítulos: pérdidas en el turismo, consistentes en viajes que no se llegan a realizar, alojamientos perdidos, oportunidades no explotadas; pérdidas en la producitividad, consistentes en gastos llevado a cabo para una función que no se puede cumplir, como es el caso de los salarios de las plantillas, los ‘lease’ de unos aviones que durante todo un día tienen que descansar debido al paro en el control y, finalmente, en la disminución de ingresos que tienen lugar. A esto, habría que sumar las indemnizaciones que se generan.
El director general de Monarch, tras el cierre de la aerolínea el pasado primero de octubre, explicaba a la prensa que dirigir una compañía aérea hoy en día era extremadamente delicado y que cualquier error, cualquier desfase, cualquier evento no previsto puede generar una cascada de pérdidas. El vuelo que se pensaba que iba a ser un negocio, puede convertirse en una ruina en minutos. Explicaba el caso de un vuelo a Faro, en Portugal, donde hubo un retraso por cuestiones ajenas a la compañía, lo que llevó a la pérdida del slot (pasillo aéreo reservado para la operación), lo que hizo que los pilotos terminaran por superar su tope de horas al frente del avión, lo que llevó a que el aparato tuviera que quedarse en Faro hasta la mañana siguiente o hasta que otra tripulación reemplazara a los pilotos.
Lo que era un vuelo normal y rentable, por razones ajenas a la compañía, se convierte en un agujero económico por la necesidad de pagar las cenas y los hoteles de 180 viajeros más las consecuencias en vuelos siguientes, si es que ese avión tenía más operaciones pendientes. Esto no significa que el cierre de Monach pueda ser atribuido ni a las disposiciones europeas en materia de indemnizaciones ni a las constantes huelgas en el sector del control aéreo, pero sí indica cómo un periodo en el que la compañía podía contar con unos ingresos económicos estables, cualquier incidencia de este tipo, en la que la aerolínea no tiene responsabilidad alguna, puede dejar la cuenta de resultados del revés.
La cuestión, tradicionalmente delicada, se ha vuelto aún más delicada y acuciante una vez que el negocio de la aviación en Europa, primero en la de corto y medio radio y ahora también en la de largo recorrido, avanza hacia el low-cost, en el que todos los gastos cuentan. Muchas aerolíneas están vendiendo hoy sus vuelos por 10 euros en el corto radio y poco más de 100, en el largo, con la esperanza de que a bordo se puedan producir gastos adicionales que acerquen a la compañía a los beneficios.
La competencia es tan brutal que cada euro cuenta, por lo que se trabaja hasta con los beneficios que dan las tarjetas ‘rasca y gana’. Por eso es que Ryanair presiona tan duramente a sus plantillas para que vendan. Por eso es que los incentivos son tan poderosos.
En ese contexto, una incidencia no prevista puede arruinar la temporada, llevarse de un plumazo los beneficios de un ejercicio, sin que nadie se inmute.
En un sistema transparente, cada incidencia debería tener un responsable, cuando se trata de huelgas o de conflictos, o un seguro cuando se trate de hechos naturales no previsibles. Tan simple como que las autoridades del tráfico aéreo asuman los costes de las huelgas, lo que incluso le daría más sentido a estas porque realmente afectarían al interesado y no como ahora, donde quien sufre la huelga es la aerolínea. Las nevadas, los accidentes, etcétera, deberían ir contra un seguro obligatorio a pagar por los viajeros en sus billetes. Eso no encarecería sino que, al revés, permitiría a las compañías ofrecer precios que realmente se correspondan con sus servicios y no cubran hipotéticas incidencias que no se han producido.