FIN de semana de análisis en reportur

La amenaza de algunos grandes destinos: morir de éxito

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J. M. | 13 de febrero de 2016 Deja un comentario


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Una ciudad son sus calles, sus edificios, sus plazas pero también sus gentes, sus panaderos, sus mercados, sus carteros, los parques infantiles, la ropa tendida, la recogida de basura. Es un lugar en el que duerme, come, estudia, trabaja y se divierte la gente que vive allí. El turismo, que inicialmente es bienvenido, puede provocar la muerte de la ciudad, para terminar siendo el esqueleto de lo que un día fue y ya no es. Cada días más ciudades y pueblos se ven invadidas de hordas de viajeros que desnaturalizan su vida diaria, hasta que en algunos casos la ponen en peligro, como desgrana este medio en su sección Fin de semana de análisis en REPORTUR.

En general, estamos lejos de que esto ocurra. La vida local resiste, pero sin embargo, la presión sobre el residente es intensa y aparentemente irreversible. Venecia es, sin duda, el caso más alarmante de una ciudad atractiva que ha terminado por echar de sus calles a los locales, para convertirse en un mundo ficticio, inundado de visitantes. Cada día recibe cien mil personas que van a verla, pero en la ciudad sólo quedan 58 mil habitantes. Ninguna otra ciudad tiene la belleza de Venecia, ni ninguna otra padece su drama. Pierde un 0,5 por ciento de sus habitantes cada año. Lo cual, parcialmente y en menor medida, también se ve en muchos otros lugares. El centro de Praga o de San Marino son, igualmente, esqueletos inhabitados. Brujas, Salzburgo, Oxford y Florencia también conocen esta realidad. Y en España, el centro de Barcelona, el de Palma de Mallorca y quizás Toledo, entre las ciudades importantes, van por este camino. Cuando hablamos de pueblos, el riesgo es mucho más grave y visible: desde Ibiza a Albarracín, de Antequera a Cudillero, de Deià a La Alberca, de El Escorial a Peníscola, o de Ronda a Valldemossa, todos avanzan en esta línea: convertirse en núcleos muertos, inhabitados, a los que cada mañana llega un batallón de vendedores que abre las tiendas para atender a un ejército de compradores. Un mundo de cartón piedra que ha sido comparado correctamente con un parque de atracciones: Disneyworld es eso, una fachada sin vida, en la que cada mañana los empleados se disponen a atender a los clientes que llegan en masa, dispuestos a sacar fotos de todo y marcharse al anochecer.

No por incipiente, el problema es menos importante, menos crítico, menos trascendental. ¿Cómo se salva la vida de una ciudad o de un pueblo que ha tenido la suerte de ser maravilloso? ¿O ya no es una suerte, cuando el destino es morir lentamente? ¿O el destino puede cambiar? La actual alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en parte ha sido elegida como respuesta al malestar generado entre los vecinos por la invasión de extranjeros que conduce inevitablemente a la imposibilidad de vivir con normalidad.

El caso de Venecia ha sido el más estudiado. Básicamente porque el turismo y Venecia parecen indisolublemente unidos. Sus primeros tours guiados están documentos en 1204. Por lo que su tradición es especial. Es una ciudad en la que, además, los flujos de viajeros son perfectamente analizables dado que el recorrido se hace fundamentalmente a pie y donde los puentes permiten determinadas canalizaciones de la circulación. El nuevo puente de Calatrava –polémico por otros motivos– ha generado nuevos flujos y eso se ha traducido en calles que eran tranquilas, convirtiéndose en ruidosas y llenas de comercios, con una valoración comercial diferente, provocando la venta de las viviendas para uso comercial y, finalmente provocando la pérdida de población. Desde el punto de vista del entramado urbano, es un fenómeno comparable al de una bacteria que se expande por un cuerpo humano, causando enfermedades a su paso. En este caso, el efecto es echar al residente e implantar comercios.

Los venecianos respondieron a este fenómeno primero aprovechándose comercialmente, pero después incluso los propios comerciantes terminaron por irse a vivir a Mestre, en tierra firme. Los precios del suelo en Venecia son los responsables de este fenómeno. La situación se puede medir en que desde los 50, dos tercios de los habitantes de la ciudad se han marchado. Por las noches es cuando se ve la verdadera gravedad del problema: es una ciudad fantasma, como un parque de atracciones cuando está cerrado al público. Porque, y este es otro problema, solo uno de cada 175 visitantes se aloja en la ciudad. Los demás llegan por la mañana y se marchan como tarde por la noche. Los pocos habitantes que quedan son los más mayores, renuentes a buscarse la vida fuera de su lugar de nacimiento.

Actuar contra este fenómeno –no sólo en Venecia sino en todos los enclaves en los que se ha detectado el problema– es extremadamente difícil, porque el argumento de que el turismo es quien ofrece los principales ingresos es muy poderoso y, en buena medida, cierto. Incluso más, a medida que el turismo empieza a desplazar otras actividades –¿qué comercio no turístico puede mantenerse en una ciudad claramente turística?– se convierte en más necesario como única salida económica. Por lo tanto, algunos intentos de frenar el boom del turismo en algunas de las ciudades afectadas por este fenómeno han fracasado.

El problema tiene múltiples ramificaciones. Por ejemplo, ¿es lo mismo para el viajero acudir a una ciudad sin vida que a una con vida? Son lo mismo las piedras sin nadie que con sus habitantes. Las masas siguen inundando Pompeya, precisamente porque su encanto es que se conserva como estaba cuando el Vesubio estalló. Quizás también pueda ocurrir que Venecia, con un patrimonio completamente descomunal y probablemente irrepetible en el mundo, conservara su volumen de viajeros. Pero es claro que las sociedades que abandonan sus ciudades están cometiendo un error y, además, el viajero puede terminar por castigarlo.

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La contradicción. El famoso grafitero Banksy, que es en realidad un provocador consumado, decidió organizar una especie de Disneylandia en un lugar turístico de Gran Bretaña, durante cuatro semanas, para burlarse de este tipo de visitas a sitios muertos, que pretenden ser lo que no son; estos originales que son en realidad las carcasas vacías de lo que un día existió. Organizó una tremenda burla sobre esto creando un parque de atracciones provisional que se llamó Dismaland (‘Disma’, de ‘dismay’, estupor, consternación o desaliento). Lo creó en Weston super Mare, un tourist resort cercano a su ciudad, Bristol, al oeste de Gran Bretaña. Su pretensión era burlarse de estos parques de atracciones, como tomadura de pelo a lo que nunca debió existir. La ironía es que el suyo se convirtió también en un parque de atracciones, vendiendo 4.000 entradas diarias, con un éxito de taquilla impresionante, generando hasta 30 millones de euros de ingresos adicionales para la zona turística en la que se encontraba. Los viajeros llegaron desde Estados Unidos, México, China o Tailandia. Los hoteles subieron los precios hasta los 240 euros durante estos días, dado que apenas quedaban plazas.

Lo que pretendía ser una burla sofisticada para una minoría, se convirtió en sí mismo en un circo. Lo que quería ser una crítica se convirtió en lo que criticaba. Las masas están dispuestas a ir allí donde haya algo que le entretenga, que sea diferente. Incluso un parque hecho por un grafitero crítico.

Sin soluciones. Los expertos en turismo llevan años estudiando qué soluciones pueden tener estas concentraciones de viajeros, sin que se llegue a un punto de acuerdo. Venecia, por supuesto, cobra una tasa –como la mayor parte de las ciudades italianas– que supuestamente podría ser un desincentivo a la presencia de las masas. El efecto ha sido imperceptible, en parte porque la hostelería local ya era de minorías y la mayor parte de los viajeros llegan por la mañana y se marchan por la noche, a veces incluso sin acudir a un restaurante sino comiendo lo que traen en sus mochilas. Los foros, seminarios, debates y jornadas en los que se analiza el problema se suceden desde hace décadas, sin que nadie aporte una fórmula que atienda los diversos intereses que se abren en torno al problema. Desde un punto de vista muy genérico, resulta difícil, cuando no imposible, limitar la presencia de gente en ciertos lugares, sin tener un argumento fácil de entender. Es más complicado cuando ya en torno a esta presencia se ha creado una industria que ha sido capaz de desplazar a todas las demás actividades que podrían competir con ella. Y, peor, ¿cómo se hace para que un residente en una ciudad tenga que sobrellevar los inconvenientes creados por estos viajeros? ¿Cómo se les explica que todo será más caro, que habrá dificultades para infinidad de actividades que antes se hacían de forma sencilla –desplazarse, acudir a un espectáculo, ir a un restaurante– por este aluvión de viajeros?

La Unesco ha protegido a Venecia –y a varios otros enclaves actualmente aproximándose hacia la misma situación– por su identidad y su valor cultural. En realidad, más que protegerla, la declaración atrae más viajeros, sin que cumpla el efecto inicialmente previsto y, en todo caso, encaminándose hacia lo contrario: la desertificación del lugar.

La situación veneciana es la más crítica, pero el problema se reproduce en otros lugares.

En Roma, la población está bastante harta de las concentraciones que tienen lugar en muchos lugares de la ciudad, especialmente en la Fontana di Trevi y el Vaticano. Se ha creado una asociación que pretende reducir el impacto más serio que está causando el turismo.

En Lisboa, especialmente en los barrios más altos, han aparecido protestas porque la presencia de viajeros es significativa. Por ejemplo, durante mucho tiempo pidieron la reapertura del tranvía 24, que había dejado de operar. Finalmente lo lograron, pero ahora como se ha convertido en muy popular entre los turistas, no pueden acceder a él porque se ha saturado de forasteros que han encontrado que es la mejor forma de acceder al castillo. En todo caso, estas quejas hoy tienen muy poco futuro en Lisboa porque la sociedad está ansiosa de recibir viajeros, dada la grave crisis económica que ha venido sufriendo el país.

La Fundación Mundial para los Monumentos, con sede en Nueva York, ha mostrado su preocupación por estas masas de gente que saturan ciertos lugares. Por ese motivo, han publicado una lista de monumentos en riesgo, entre los que destacan las líneas de Nasca, en Perú, que están siendo dañadas por la masiva presencia de viajeros. Se refiere, naturalmente, a daños físicos. En Perú, las autoridades redujeron el número de visitantes diarios a Machu Pichu a sólo 2.500, lo que hace más manejable el volumen. Sin embargo, esto sólo es posible porque el acceso es fácil de controlar, dado que está limitado físicamente. Pero esta fundación considera que, si se controlan y gestionan los daños, muchos monumentos pueden ser salvados precisamente porque la presencia de turistas permite financiar su conservación.

La resignación de los venecianos

Bernadette Quinn, del Instituto Tecnológico de Dublín, hizo un trabajo de investigación en el que entrevistó a decenas de venecianos sobre como sobrellevaban su convivencia con los turistas. En esas entrevistas encontró que los residentes estaban descontentos con la presencia de los turistas. Pero no tanto porque sean muchos ni porque dificulten la movilidad, sino porque “no respetan a los venecianos”. Las palabras que más suenan en estas entrevistas son “molestia, frustración, impaciencia e irritación”, dice la investigadora irlandesa. Irritación es lo más habitual.

Los venecianos llevan una vida normal y no sienten gusto alguno en ser fotografiados mientras hablan con un vecino o cuando no pueden llegar a su casa con la compra. Los turistas bloquean los pasos, porque toman fotografías o consultan sus mapas. “Es una falta de respecto a quienes vivimos aquí”, indican los residentes.

No todos los turistas son iguales. Los menos apreciados son los excursionistas, que llegan y se van en el día. “Yo puedo llevar bien el turismo que viene a la Biennale (de arte) o al Festival de Cine, pero no me gusta el turismo de masas. No es turismo, vienen por unas horas y se van.” “Venecia no tendría que tener turismo de masas. Destruye la ciudad”.

El malestar no se traduce en hostilidad sino en resignación. “Intento vivir con esto”.


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